miércoles, 11 de mayo de 2011

El papel de los partidos políticos después de la era Uribe Vélez

Jaime Andrés Segura




La idea primordial de la democracia es permitir a todos los miembros de una sociedad participar en las decisiones que afectan su vida colectiva. En los países con sistemas de gobierno democrático esta idea se materializa a través de elecciones periódicas y de un conjunto de instituciones cuya principal tarea es velar por su adecuado funcionamiento. Los partidos políticos, pese a no ser parte de la estructura burocrática del Estado, son organizaciones encargadas de mediar entre la sociedad civil y el poder político institucional. En Colombia, los partidos políticos tradicionales (Liberal y Conservador) han perdido buena parte de su protagonismo durante las dos últimas décadas, dando paso a un vacio que impide el adecuado funcionamiento del sistema político. Sin partidos capaces de construir proyectos incluyentes a largo plazo, la política se reduce a la simple alternancia en el poder de individuos que actúan a título personal y en el peor de los caos, para su propio beneficio. Es por ello que se hace cada vez más urgente dar una mirada al papel que actualmente desempeñan los partidos en nuestro país para emprender la tarea de convertirlos en auténticos vehículos de las necesidades de los ciudadanos.



El gobierno de Juan Manuel Santos se inicio el pasado siete de agosto en un ambiente de optimismo generalizado, tras una segunda vuelta que fue apenas un requisito obligatorio, en la que derrotó de forma contundente las aspiraciones del candidato del Partido Verde, Antanas Mockus. La segunda vuelta de las presidenciales fue un episodio más bien aburrido por lo predecible de los resultados. Por el contrario, más emocionante fue la contienda por conseguir la segunda reelección para el, ahora ex presidente, Álvaro Uribe. Las maniobras relacionistas acapararon la atención de los medios y relegaron a un segundo plano asuntos urgentes de la agenda gubernamental. Para la muestra, el decreto de emergencia económica que la administración Uribe pretendió imponer en el último minuto y que fue tumbado por la Corte Constitucional.



La negativa de la Corte que declaro inexequible la ley del referendo, fue el espaldarazo que permitió destrabar el ostracismo de las fuerzas políticas y con ello aclarar el panorama de las posibles alianzas que se pactarían en el nuevo gobierno. La coalición de gobierno de entonces, al amparo de los réditos políticos del carisma de Uribe y de su exitosa triada, Seguridad Democrática - Confianza Inversionista – Cohesión Social, se convirtieron en el trampolín fijo para el reencauche de las mismas fuerzas políticas y en, pese a los errores de campaña, el camino directo al solio de Bolívar para Juan Manuel Santos.



Resueltas las elecciones presidenciales en la primera vuelta se bosquejaba la nueva composición de las fuerzas políticas en el congreso. Solo quedaban algunos cabos sueltos, como por ejemplo el papel del liberalismo, que tras casi ocho años de oposición se asfixiaba por falta del aire que para la política representa la participación en la burocracia. De igual modo, quedaba por definir el papel del Partido Verde, serían oposición al gobierno legado de las prácticas que tanto criticaban o participarían en una posible coalición. Quizá, el tema más espinoso era cómo el nuevo gobierno iba a manejar sus relaciones con el Partido de la Integración Nacional – PIN el cual contó con una votación importante que le representan nueve curules en el Senado, pese a que muchos de sus miembros se vieron involucrados en el escándalo de la para política.



No paso mucho tiempo para que las dudas se aclararan y se diera lugar a lo que hoy se conoce como el Acuerdo de Unidad Nacional, que recoge las banderas del uribismo en cabeza del partido “de la U” y el Partido Conservador, vinculando también la variante uribista no reeleccionista de Cambio Radical y al Partido Liberal, declarado opositor al gobierno de Uribe. Es así como, el ahora presidente Santos junto a la Unidad Nacional, inician un gobierno de mayorías legislativas y con viento a favor para muchas de las propuestas de su, hasta ahora no aprobado, plan de gobierno.



Con Santos se inicia la era pos-Uribe que es una especie de uribismo moderado y menos beligerante, pero que busca mantener el legado de la Seguridad Democrática. Lo primero que hay que señalar que el uribismo no es lo mismo sin Uribe. El ex presidente se ha dedicado a hacer lo que más le gusta, cazar peleas con su nuevo juguete virtual en el que envía ráfagas punzantes y ambiguas que se entienden como “fuego amigo” en el nuevo gobierno.



Una vez las cartas sobre la mesa, el juego parece claro y sencillo, pero no lo es, no solamente por las maromas programáticas e ideológicas con la que las bancadas entraron a la Unidad Nacional, si no porque sus intereses apuntan a lugares diferentes, ello explica porque el partido “de la U” se ha dedicado a entorpecer algunas de las reformas de la coalición a la que dice pertenecer.



Sin embargo, no todo está perdido. Lo más valioso de la era pos-uribista es que se da un retroceso en el personalismo político. Tras ocho años de ver al Presidente gritando a algún funcionario en un Consejo Comunitario o mandando construir obras a diestra y siniestra en un apartado rincón del país, es el momento para que otros actores recobren la vocería y emprendan un proyecto político tan comprometido como lo es el uribismo, pero a diferencia de este, capaz de ser una apuesta democrática e inclusiva.



¿En manos de quien esta está tarea? En cualquier sociedad que se haga llamar democrática, está en manos de las fuerzas políticas capaces de movilizar opinión, generar propuestas y movilizar capital político para materializarlas, es decir, en los partidos políticos. En nuestro país, la historia reciente ha demostrado que el papel de los partidos es en el mejor de los casos, modesto y muy costoso, y en el peor un estorbo en la formulación, desarrollo o implementación de soluciones a los problemas. ¿Cuál es la idea entonces de preocuparse por los partidos?, una muy simple, son el único mecanismo conocido para generar proyectos de país viables, capaces de materializarse en políticas públicas de largo alcance. La siguiente pregunta que habría que hacer es si los actuales partidos que tienen participación en el congreso tienen la fuerza, la visión y los recursos para llevar adelante la renovación democrática necesaria para sacudir los vicios de nuestra democracia.



¿Cuál es entonces el panorama parlamentario que vivimos actualmente? En primer lugar, el de un Congreso de la República, profundamente desprestigiado e incapaz de reformarse. Este asunto es de vieja data, aunque ha ido deteriorándose con mayor intensidad durante los últimos años. Se inicio quizás con la hiper-burocratización de la política, resultado del Frente Nacional. Cuando este pacto político de cuotas entra en crisis no deja otra salida que apostar por una reforma que oxigene el sistema representativo y deslegitime los argumentos de la subversión, vinculando así a sus miembros a la oposición y el debate democrático.



Veinte años después de promulgada la carta constitucional que debía revivir y dignificar la política, asistimos a un escenario desconcertante, en el que las reformas han tenido resultados inesperados y a veces contrarios a lo que inicialmente se planteó. Peor aún, la ilegalidad ha permeado la política dando paso a la consolidación de un proyecto político de dos caras. De un lado, un proyecto conservador, terrateniente en franco retroceso por las ambiciosas metas fijadas en la constitución del noventa y uno. Por otro lado, un ventana para que actores ilegales entren a jugar un papel político, llámese ellos paramilitares, narcotraficantes o mafias. Estos actores están decididos a ocupar el espacio político que les ha dejado el olvido del centro del país político. Adicionalmente, estos actores han visto en la descentralización administrativa del Estado la oportunidad para capturar recursos, ganar legitimidad y espacio en el escenario político para promover sus intereses, lo que han logrado a través de un, nada complejo, sistema de alianzas entre el crimen y el poder político local y nacional.



Las banderas de la transformación de la política son de viejo cuño. Pastrana y Uribe las exhibieron en sus campañas e incluso adelantaron intentos de reforma, entrando a tocar los intereses del Congreso, el cual, pese a su desprestigio (primero con el proceso ocho mil en el gobierno Samper y luego con el escándalo de la para-política) siempre logra salir ileso de los esfuerzos del Ejecutivo por minar su poder. Ni el intento de referendo de Pastrana, ni el propio de Uribe, lograron doblegar al Congreso. El mismo Uribe que en el pasado, construyo parte de su popularidad haciéndose a una imagen de anti político, entró al juego de los congresistas de antaño parta materializar su proyecto político. Más aun, se convirtió en la tolda favorita de azules, rojos e “independientes”. Dicha alianza le granjeo un gran apoyo parlamentario que tuvo que pagar con formulas ya conocidas en la política domestica: cargos, nombramientos y dadivas



En casi un lustro de macartización de la política, el juego de Uribe contribuyo a resquebrajar a un más el frágil estado del sistema de partidos. La creación de su partido de la Unidad Nacional es una muestra irrefutable. Es quizá la coyuntura de la aprobación del segundo referendo lo que mejor ilustra este escenario cargado de transfuguismo y argucias de todo tipo para respaldar dicha iniciativa.



Por otra parte la reforma política de 2003 y posteriormente la de 2009 muestran el deseo legítimo de una parte del congreso de re-legitimar la imagen de esta institución a través de una reforma urgente que le permitiera depurarlo de manzanas podridas para evitar la tentadora posibilidad autoritaria de cortar el árbol. Sin embargo los efectos de dichas reformas están por verse.

De este modo, el actual panorama político se encuentra desdibujado por la parapolítica al que algunos esperan dejar en el pasado como un escándalo más de la vida pública. El gobierno nacional cuenta con amplias mayorías para aprobar casi cualquier cosa. Debe cuidarse eso sí de mantener la fragilidad del proyecto político de plastilina que es en realidad la Unidad Nacional. ¿Cómo lo hace? con lo de siempre, tratando de no hacer demasiado daño a los intereses representados en el Congreso y negociando complicados acuerdos políticos que obstaculizan hasta el punto de hacer inaplicable cualquier reforma que Ejecutivo pretenda instaurar.



Resultaría apresurado decir que no existe un proyecto político impulsado por las mayorías del Congreso, lo hay y fue impulsado con vehemencia en los dos gobiernos de Uribe. En el estado actual de la coyuntura vale la pena preguntarse si el congreso resultante de las elecciones de 2010 recoge con igual compromiso las banderas del proyecto político del uribismo, las señales son confusas en este sentido. De un lado está una coalición de gobierno con intereses y visiones dispares y por el otro un gobierno que se declara heredero de su antecesor pero que programáticamente busca adelantar un ambicioso programa de gobierno que lo distancia, ideológica y políticamente de la vertiente del uribismo pura sangre.



En este estado de cosas, la tarea de un congreso y de unos partidos que quieran recuperar un papel determinante en la vida política del país pasa por ser capaz de proyectarse más allá de la coyuntura. Algunas de las modificaciones implementadas por la reforma de 2009 orientadas a democratizar la estructura interna de los partidos, puede ser la apuesta para dotarlos de algo más que maquinaria electoral. En la medida en que los partidos logren transformarse y ser verdaderos puentes entre los ciudadanos y el poder político institucional habrá una vía alternativa en la construcción de un proyecto de país, capaz de contrarrestar los alcances de la ilegalidad, comprometido con la construcción y materialización de derechos y ciudadanía en todos aquellos lugares en los que el estado colombiano es solamente un batallón o una guarnición policial. ¿Cuál es el problema? uno muy simple, el único proyecto político con potencial a la vista es el del uribismo, el de la tierra, el oligopolio, la extracción minera y la producción sin encadenamientos productivos. La tarea de cualquier partido con opción de poder y con una apuesta de país seria, pasa por la construcción de un proyecto incluyente, que recoja el espíritu de la constitución del noventa y uno, que no condicione el proyecto de ciudadanía al de la seguridad.

1 comentario:

Andrés Morales dijo...

Me parece interesante la reflexión sobre el estado actual de los partidos políticos; sin embargo,la visión del autor sobre los partidos de oposición y su falta de proyecto político me parece errada. La razón en la historia de Colombia han existido muchos proyectos para transformar la política con objetivos claros, ejemplo el gaitanismo o la unión patriótica, pero la experiencia muestra que quienes tienen el poder (partidos tradicionales) nos les importa callar con terror y sangre estas propuestas. Quizá la solución sea garantizar mecanismos fuertes de protección a la oposición, pero eso en mi concepto es un sueño en este país llamado "Locombia"