viernes, 30 de mayo de 2008

Del nacimiento a la muerte de la tragedia

Publicado en: Somos, Libertad bajo palabra. Nº 3 Año 4, Revista Cultural de la Universidad Externado de Colombia. p. 44 – 51 - ISSN – 1900-320X
Por Lina Trigos


“Todo es uno, nos dice.
La vida es como una fuente eterna que constantemente
produce individuaciones y que, produciéndolas,
se desgarra a sí misma.”
[1]

Apolo y Dionisio. El escultor y el músico. El sueño y la embriaguez. La bella apariencia y el influjo mágico. El principio de individuación y el Uno primordial. Todos, Uno. Se excitan y se repelen, se tensionan, pero se necesitan: El uno no es nada sin el otro; por eso danzan acordes en donde ya el uno, en donde ya el otro, en un movimiento que los acerca y que los aleja, pero en el cual siempre permanecen. Su morada: la tragedia ática. En el momento en que alguno sea desterrado, se estará desterrando al otro, porque en aquella morada solo pueden convivir juntos. Este escrito es un intento por entender este movimiento.

I. EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA

“El griego dionisiaco quiere la verdad y la naturaleza
en su fuerza máxima
- se ve a sí mismo trasformado
mágicamente en sátiro.”
[2]

Pensar la tragedia desde la conciencia estética educada, pensar la tragedia como imitación de la realidad, pensar la tragedia desde nuestro traje moderno, no es posible. Según la propuesta de Nietzsche, el origen de la tragedia merece un estudio más profundo y cauteloso: un recorrido por el sentimiento del coro trágico. Pero para comprenderlo, es necesario despojarnos del traje impuesto por la Modernidad. Porque sin entender la esencia del coro, no entenderemos cómo éste compagina con el héroe trágico; cómo se hace necesaria esta dualidad, entre otras, porque en la dualidad está el origen de la tragedia.

El movimiento: en un principio solo había coro, un grupo de hombres entonando cantos líricos en los que invocaban al dios Dionisio, en una celebración religiosa. Para el hombre dionisiaco, el coro era la presencia corpórea que le permitía reincorporarse a la vida. Aún no había cabida para el arte, solo hombres transmutados en sátiros, que buscaban su regreso a la naturaleza, el contacto con el Uno primordial.

Después de roto el principio de individuación; después de que el Uno primordial había recuperado a su hijo, el Hombre; después de encontrarse el uno con el todo, el hombre dionisiaco entraba en un estado letárgico, en el éxtasis de la unidad. Pero tan pronto como la realidad entraba en la conciencia, el hombre conocía la verdadera esencia de las cosas, la verdad de la naturaleza le era revelada: pero esa verdad era espantosa y absurda. Entonces, el Uno primordial se desgarraba de nuevo. La conciencia de sí mismo, como individual, le producía nauseas al hombre dionisiaco, entonces, clamaba ayuda, porque de otra manera le sería imposible lidiar con esa verdad que le había sido revelada.

II. EL EFECTO APOLÍNEO

“Aquí, en este peligro supremo de la voluntad,
aproxímase a él el arte, como un mago que salva y que cura:
únicamente él es capaz de retroceder esos pensamientos de nausea
sobre lo espantoso o absurdo de la existencia convirtiéndolos en
representaciones con las que se puede vivir.”
[3]

Es entonces cuando se siembra la semilla de lo que sería el género artístico: el coro necesitaba la redención de este estado nauseabundo. Así que se desdobla en una visión, en donde el coreuta aparece en un nuevo espacio, en la escena. En la danza trágica entra Apolo a cubrir con su velo la insoportable voluntad. Lo que en un principio se había compuesto por medios artísticos dionisiacos, la música y la danza; incorpora nuevos medios, los medios de la bella apariencia, el diálogo y la forma. Entonces, podemos imaginarnos los dos espacios, por un lado, el coro; y por otro, como una visión que se le aparece al coro, el drama. En su origen la tragedia fue solamente “coro”. Este era la representación, el símbolo, la visión de su dios Dionisio. Mas, luego, decide hacer a su dios presente mediante el “drama”. El coro da nacimiento al héroe trágico, como hijo del éxtasis, como fruto de una visión que se hacía real, que encarnaba en este hombre. Ante esta concepción no podemos seguir pensando en este personaje cubierto por una máscara trágica, porque ya no es posible pensar en él sino solo como encarnación del sufrimiento unitario, el dolor de la masa dionisíaca. ¡Héroe cubierto por el manto apolíneo, enmascaras el dolor, le has dado un sentido de irrealidad a la insoportable realidad, con cuyo peso no podría ya el hombre dionisiaco volver a la vida! El drama ha caído bajo el sueño apolíneo; mientras cubre con su velo onírico al coro, que sigue oscuro, pero esta vez menos penoso, en el fondo del escenario.

Este único coreuta, héroe trágico, se convertiría en dos, y hasta tres héroes, que representaban simbólicamente la presencia de Dionisio. Pero al ser esta escena visión, era también apolínea. “A ese heleno lo salva el arte, y mediante el arte lo salva para sí - la vida."
[4] Oh, sátiro! Coreuta dionisiaco, en ti ha sido depositada la sabiduría, le has dado génesis al arte apolíneo-dionisiaco: la tragedia.

Sí, en este movimiento dual entre el rompimiento del principio de individuación y el posterior desgarramiento del Uno primordial, en la necesidad de la unidad pero también de la individuación, en el encuentro entre la embriaguez y la bella apariencia, nace la tragedia.

En las manos del sátiro, por ser el hombre desintoxicado de la cultura, había recaído la “imagen primordial del ser humano”. Su origen estaba en la naturaleza; naturaleza que el hombre dionisiaco sabía venerar. Ante el dolor dionisiaco, el hombre griego veía en el sátiro al “hombre verdadero”, pero esta vez envuelto en el velo de la apariencia. Este era el efecto artístico apolíneo: el hombre dionisiaco encontraba soportable la verdad solo mediante el manto de la bella apariencia, solo como visión, solo como representación de su estado.

Sin embargo, la obra de arte, no lo sería si no hay quien la contemple. Entonces surge una nueva desdoblación: el público. Ahora el cuadro de la escena trágica está completo. En un primer plano, aparece el público, pero este no es un público culto, al ser el desdoblamiento del coro y contemplar su estado como por medio de una visión, pero al mismo tiempo sentirse identificado con el mismo, se produce en él el efecto dramático fundamental. En segundo plano está el coro, al que le ha sido revelada una verdad que solo puede soportar contemplándola en una visión. Entonces, en tercer plano está el drama, como aparición que se presenta al coro, pero a la vez, como en un efecto metadiejético, como la aparición de la aparición, para el público.

III. EL CONSUELO METAFÍSICO

“El contraste entre aquella verdad natural y la mentira civilizada
que se comporta como si ella fuera la única realidad es un contraste similar
al que se da entre el núcleo eterno de las cosas, la cosa en sí,
y el mundo aparencial en su conjunto:
y de igual modo que con su consuelo metafísico la tragedia señala hacia
la vida eterna de aquel núcleo de la existencia, en medio de la constante
desaparición de las apariencias, así el simbolismo del coro satírico
expresa ya en un símbolo aquella relación primordial
que existe entre la cosa en sí y la apariencia.”
[5]

El heleno se veía transformado en sátiro a través de su presencia en el coro trágico, de manera mágica retornaba a sus raíces, a su padre, a la naturaleza. Por eso se justifica que en un comienzo la tragedia fuera únicamente coro. Porque allí terminaba la búsqueda el hombre dionisiaco. En esa medida podría comprenderse la expresión de Schlegel, según la cual el coro trágico es el “espectador ideal”, no como modelo de espectador, sino como único espectador, al encontrarse el público re-unido
[6] en el coro, tanto como presencia como visión.

El coro de sátiros se le aparece al griego como una visión, en donde él mismo se ve autoreflejado. He allí el drama primordial de la tragedia: la transformación mágica. El sátiro no está actuando, consciente de su representación, no; en él se ha expresado la naturaleza misma: Ante él, el heleno pierde todo posible rastro de individuación, su condición civil, su nombre. Porque en el ditirambo todos son uno, transformados. Pero en esa visión hay también una revelación apolínea, porque ella no es la realidad, es una apariencia onírica. Y de esta forma, ya se revela Apolo, ya se revela Dionisio, ambos en el desdoblamiento del coro trágico, como símbolo de este movimiento armónico que compone la esencia de la tragedia. Si antes nos habíamos preguntado cómo es posible que Apolo redima al hombre dionisiaco, cuando su individuación, su conciencia de sí, es lo que le produce dolor. Ahora entendemos que Apolo se nos presenta aquí en la sensibilidad dionisíaca, como unificación en el ser primordial
[7]. Sin embargo, de lo que ocurre en la escena entre coro y drama se desprende otro efecto, aun más poderoso: el consuelo metafísico. Cuando al coro se le revela la verdad dionisiaca siente horror porque toma conciencia de que el uno está fragmentado, y en este desgarramiento él se siente identificado, sin embargo, al contemplar cómo el héroe trágico se derrumba, entonces hay una unión con las fuerzas de la naturaleza, encuentra el sentimiento sublime, porque se ha compenetrado con el todo y a través de esa compenetración siente júbilo y se aleja del drama, de la individuación.

Ese es el consuelo metafísico que le brindó la tragedia al espectador griego. ¿Podría sernos dado ese mismo consuelo a nosotros, pobres hombres modernos consumidos por la cultura? ¿Acaso seremos portadores de algún resquicio de la jovialidad griega para hacer tal exigencia?

IV. LA «JOVIALIDAD GRIEGA»

“En el afán heroico del individuo por acceder a lo universal,
en el intento de rebasar el sortilegio de la individuación
y de querer ser él mismo la única esencia del mundo,
el individuo padece en sí la contradicción primordial oculta en las cosas,
es decir, comete sacrilegios y sufre.”
[8]

Bello movimiento se nos revela en esta tragedia ática: ya el canto, el baile, el éxtasis, que se convierte en sombras, en oscuridad, en dolor -todo en el trasfondo del coro-; entonces, ya los rayos luminosos, el diálogo transparente, el velo que cubre ese horroroso e insoportable fondo -todo en el primer plano dramático-. Apolo y Dionisio danzando al ritmo de acordes dispares, en donde se nos revela aquí la luz, allá la oscuridad, más adelante en ritmo onírico, entonces interrumpido por el ritmo embriagante. Nunca uno del todo, porque en esta morada no hay cabida para el uno sin el otro. Ni la voluntad se nos devela espantosa, ni la apariencia se nos manifiesta del todo luminosa; porque la primera es diluida por la segunda, y a su vez esta última está traslucida por la otra. Solo aquí entendemos la «jovialidad griega»: alegría genuinamente helénica, goce originalmente dionisiaco.

¿Cómo entender esta «jovialidad griega», cuando es tan ajena a nuestra experiencia? ¿Cómo entender que se encuentre tanto en la pasividad sofóclea de Edipo, como en la actividad esquílea de Prometeo? Entonces debemos volver a los dos instintos que guían nuestra comprensión como hilo esencial que entreteje a la tragedia. En Dionisio se encuentra el mito; en Apolo, el rayo de luz. En su encuentro con los secretos de la naturaleza, Dionisio no se acerca suavemente, como el agua que se dispersa levemente sobre el terreno llano, en cambio, se avalancha agresivamente contra ella; porque solamente en la trasgresión, la naturaleza se le revela, le cuenta sus secretos. En este proceso, tan dionisiaco como apolíneo, el mito entreteje un nudo que parece indisoluble -la trasgresión-; pero justo se aproxima Apolo, como el rayo de sol que iluminó a Memnón, para desenredar lo indescifrable; entonces, en ese instante las melodías memnónidas aparecen, y con ellas la jovialidad, la honda alegría. Esta jovialidad no es solo apariencia, porque en el fondo se halla la oscuridad primera que le fue develada por la naturaleza.

Ahora bien, habíamos mencionado que esta jovialidad se podía encontrar tanto en la pasividad como en la actividad. Por un lado, podría encontrarse en la pasividad con que Edipo aceptó su destino; pero que al volverse sobreterrenal, se convirtió en “actividad suprema”: desenredó el nudo. Por otro lado, podría encontrarse en la actividad con que Prometeo enfrentó la contradicción: mientras que con su máscara apolínea intentaba impartir justicia, con su marea dionisíaca impuso “la necesidad de sacrilegio” a los individuos con “aspiraciones titánicas”.

Se nos revela aquí de nuevo la tensión entre el principio de individuación y el de unificación: cuando Apolo ha trazado las líneas fronterizas entre los individuos, cuando les ha recordado una vez más lo qué los diferencia de los demás, el sí mismo; entonces Dionisio irrumpe resquebrajando esas débiles líneas, mostrándole al hombre lo universal, “la contradicción primordial oculta en las cosas”: dios y el hombre. No olvidemos que en la tragedia Apolo y Dionisio habitan en la misma morada. En este sentido, la concepción nietzscheana de la tragedia se distancia de la romántica. Mientras que para los idealistas alemanes en la tragedia se daba el encuentro con la verdad, para Nietzsche se da el encubrimiento de la verdad para poder convivir con ella. La tragedia nace justamente para encubrir mediante el arte a la verdad revelada mágicamente en el rito religioso dionisiaco.


V. LA RECONCILIACIÓN

“El conocimiento básico de la unidad de todo lo existente,
la consideración de la individuación como razón primordial del mal,
el arte como alegre esperanza de que pueda romperse el sortilegio de la individuación,
como presentimiento de una unidad restablecida.”
[9]

Según la tradición y lo que hasta ahora hemos estudiado sobre el origen de la tragedia, ésta tiene su origen en el coro, es decir en Dionisio. Entonces, ¿en qué momento se da la reconciliación con el otro dios artístico, Apolo? ¿Cómo podemos hablar de un equilibrio de instintos artísticos cuando en su origen la tragedia era dionisíaca?

Hasta ahora, Dionisio se nos ha mostrado en diferentes facetas. Pero para entender este proceso de reconciliación es necesario reconstruir los tres momentos en que Dionisio se manifiesta, para luego darle su lugar en la tragedia y comprender la necesidad de bella apariencia. El primer Dionisio es el del Uno primordial: la sabiduría que se encuentra en la conciencia de que todo pertenece a una unidad. El segundo Dionisio es el del sufrimiento: el Uno primordial ha sido despedazado, para por medio de su desgarramiento dar paso a múltiples individuaciones
[10], a todo lo creado. El tercer Dionisio es el del restablecimiento: la unidad siente la necesidad de restablecerse, recogiendo en su regazo a sus hijos, para que vuelvan a ser Uno.

En los inicios de la tragedia ática, el coro simbolizaba al segundo Dionisio: al Dionisio sufriente, por eso sus imágenes eran dolorosas y oscuras. Pero ante la necesidad de traer realmente a su dios a la escena, es decir, con la creación del drama trágico, se le aparece como una visión: la visión de la unidad en la individualidad, en la pluralidad de los héroes trágicos. Se aparece el tercer Dionisio, el que ha restablecido la unidad sin desconocer la individuación; pero ese aparecer solo es posible gracias al efecto apolíneo. Los sátiros coreutas tienen una visión onírica de la unidad encarnada en los caracteres trágicos. Es decir que solo mediante la reconciliación entre los dos instintos artísticos es posible el restablecimiento de la unidad: porque solo por medio del arte, de la manifestación del mito a través de la apariencia, es posible alcanzar de nuevo el Uno primordial. Así, solo la tragedia puede ser morada de la reunificación, solo por medio de la convivencia entre Apolo y Dionisio.


VI. LA MUERTE DE LA TRAGEDIA

“La tragedia griega pereció de manera distinta
que todos los géneros artísticos antiguos,
hermanos de ella: murió suicidándose,
a consecuencia de un conflicto insoluble,
es decir, de manera trágica, (...)”
[11]

¿Por qué se suicidó la tragedia? ¿Su muerte fue consecuencia de su propia voluntad, o fue empujada por artimañas exteriores? La tragedia decide terminar trágicamente cuando Dionisio es desterrado de la morada. Apolo no concibe cubrir con su velo lo que ya no está; entonces, abandona, detrás de Dionisio. Con esta muerte repentina, dejó solo un vástago deforme -y con él un inmenso vacío-, con los rasgos de su agonía: la comedia ática nueva.

Para Nietzsche, el artífice de tal atropello fue uno: Eurípides. En su intento por instruir al espectador, en su afán de capacitar al público para emitir juicios, terminó desplazando a Dionisio. Su pecado: llevar al espectador al escenario; intentar una meticulosa reproducción del individuo, al punto, que “lo que el espectador veía y oía ahora en el escenario euripideo era su doble.”
[12] Lamentablemente, con esta nueva comedia llegó también la muerte de la jovialidad griega, y, por consiguiente, de Grecia misma: el hombre griego ahora era esclavo del entendimiento y había perdido la capacidad de creer en un pasado o en un futuro mejor que el presente. Había perdido la capacidad de sentir el consuelo metafísico que se daba en la compenetración con el todo, porque ahora lo que prima es la individualidad. Con la masa en el escenario, ya Apolo no tenía que cubrir con su manto la profundidad oscura, porque ya no estaba. Sí, es posible pensar que ésta era la manifestación de Apolo en todo su resplandor, pero no era así. Aquí no se hacía presente la bella apariencia, porque el terreno de lo divino ya tampoco tenía cabida. Entonces, solo quedaron dos espectadores, superiores a la masa, que tenían el poder de criticar todo lo que pasaba ante sus ojos: uno era el mismo Eurípides, el pensador; el otro era Sócrates, el creador del principio asesino. ¿Cuál es, entonces, ese principio que le arrebató a la tragedia su esencia dionisíaca?

VII. EL PRINCIPIO ASESINO

“Dionisio había sido ahuyentado ya de la escena trágica,
y lo había sido por un poder demónico
que hablaba por boca de Eurípides.”
[13]

Donde antes se manifestaban los dos instintos artísticos, que eran la esencia de la tragedia, de un momento a otro se empezó a emplazar el entendimiento -cuando era justamente esa falta de entendimiento la que se ponía a la base de la tragedia-. Cuando Eurípides se dio cuenta de su error ya era demasiado tarde: nuestras dos divinidades habían huido.

Como habíamos dicho antes, Apolo ya no tenía cabida tampoco en esta morada; entonces, cómo entender que se haya remplazado a la tragedia con un arte de naturaleza apolínea. Pues bien, en la épica – apolínea, en la epopeya dramatizada, todo queda cubierto y transformado en apariencia; pero al intentar invocar en ella a la tragedia, no encuentra a ninguna de nuestras dos divinidades: porque la luz es tan fuerte que no da cabida para lo horrendo y espantoso. Entonces, Eurípides debe invocar otros dos excitantes: “los fríos pensamientos paradójicos” y “los afectos ígneos”, en una tendencia naturalista que acaba con toda posibilidad de visión o simbolismo. Ya habíamos visto que en la tragedia se nos manifiesta un nudo que es resuelto a través del drama: el nudo contradictorio de la naturaleza. El sabio Eurípides se dio cuenta de ello y, con su sabiduría, intento deshacerlo para que no se le presentara al espectador como conflictivo: lo que no supo fue que en su favor acabó con la tragedia. Sin Dionisio, sin nudo que desenredar, sin Apolo, sin jovialidad, ya no hay tragedia.

El principio asesino: el socratismo estético. Bajo el principio de que solo a través del método racionalista es posible alcanzar la belleza, se acabó con la esencia primordial de la tragedia, y con ella la posibilidad de la reunificación, quizá, del encuentro con el absoluto. A Eurípides no le quedó más remedio que acudir al Deus ex machina, para que provocara los desenlaces de lo que previamente había sido explicado a través del entendimiento.

Cabe ahora preguntarnos, ya perdida la tragedia, si entonces estamos condenados a no recuperar nunca más la unidad. Si ya estamos contaminados por la cultura y evidentemente no poseemos la jovialidad griega, qué nos queda de los instintos artísticos en donde se da la reconciliación del Uno primordial.

En la Modernidad, con su prevalencia hacia lo individual, con la importancia que se le ha dado al hombre en su individuación, parece ser que ya no estamos en la capacidad de sentir el consuelo metafísico, porque la cultura de alguna manera ha determinado en nosotros rasgos que no permiten la compenetración, el acercamiento, la jovialidad.




[1] Sánchez Pascual, Andrés. En la Introducción a El nacimiento de la tragedia de Friedrich Nietzsche (Trad. Andrés Sánchez Pascual), Madrid: Alianza Editorial, 2000, pág. 19
[2] Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. (Trad. Andrés Sánchez Pascual), Madrid: Alianza Editorial, 2000, pág. 83
[3] Nietzsche, Friedrich. El nacimiento de la tragedia. (Trad. Andrés Sánchez Pascual), Madrid: Alianza Editorial, 2000, pág. 81
[4] Ídem. Pág. 80
[5] Ídem. Pág. 83
[6] Está re-unión se refiere al encuentro de sí mismo (del hombre griego) en el coro; no debe entenderse como que el público ocupe físicamente el espacio del coro.
[7] En este texto Nietzsche no menciona en ningún lugar al absoluto. Siguiendo alguna tradición filológica, podría pensarse que el hecho de no mencionarlo debe estar basado en razones que no nos permitirían afirmar que Nietzsche esté pensando aquí en el absoluto en el sentido en que lo entendían los idealistas alemanes, por ejemplo; pero si le damos paso a la interpretación, podríamos afirmar que en esa reunificación del individuo con el ser primordial podría darse el movimiento del absoluto que los otros autores que estudiamos en el seminario buscaban.
[8] Ídem. Pág. 97

[9] Ídem. Pág. 101
[10] En este proceso dionisiaco se podría hacer una analogía con el movimiento hegeliano propio del absoluto, a saber, la conciencia de su unidad originaria, la necesidad de salirse de sí mismo, y luego la necesidad de regresar a la unidad; siempre en constante movimiento.
[11] Ídem. Pág. 104 (La negrilla es mía)
[12] Ídem. Pág. 106

[13] Ídem. Pág. 113