martes, 15 de diciembre de 2009

Conversaciones con mi sombra



Por Liliana Alfonso Perry

15/12/2009

Sí, no hay nada que hacer, ya no soy quien era hace unos meses. Y va más allá de crecer y por la implicación de la sumatoria de los años y años que llevo en mi haber hasta este instante. El tiempo no nos da tregua, no solo anda, sino que travieso corretea, como si estuviera apostando a ganarnos la carrera de la vida; para nuestro infortunio a la larga termina siendo el indiscutible vencedor siempre.

Por el promedio que muchas estadísticas científicas y profanas con las que casi a diario nos bombardean, tenemos relativamente claro que llegar a la década de los cuarenta es acercarnos ya a la mitad del recorrido de nuestro camino. Sin exagerar, esta etapa, por lo menos en lo que a mí concierne, está empezando a convertirse en el reto de mayor envergadura que he enfrentado hasta el momento.

¿Por qué esta etapa ha sido diferente y comienza en verdad a ser en verdad tan difícil? ¿Qué diferencia el que me esté aproximando a pasos agigantados a la etapa que se supone es la mitad del camino de la vida? Tengo que decirlo de manera llana y escueta, esto va más allá de mi propia percepción, ya que a los ojos de mis más cercanos simplemente ya no soy la que era antes.

En un primer momento me dije a mí misma: claro, las cosas cambian siempre, es lógico, predecible y hasta deseable. Si no, la vida se estancaría y moriríamos a pesar de que siguiéramos respirando, yendo a trabajar, cumpliendo con nuestras obligaciones y haciendo lo que se supone deberíamos estar haciendo.

No sé de dónde había sacado la idea de que la vida tenía forma de meseta: me explico, en la niñez, adolescencia y temprana juventud sentía que íbamos subiendo, en realidad corriendo, sin pausa, hasta llegar a la cima de nuestra joven adultez y ahí estaba yo completamente convencida de que, al haber alcanzado este punto, empezábamos a gastar nuestros años caminando en una relativa cómoda línea recta, hasta que por cosas del desgaste natural y del tiempo, empezábamos la bajada de esta montaña para encontrarnos con el fin del camino.

Obviamente, no soy tan ingenua de pensar que el recorrido por la meseta y en plano no tendría ciertos obstáculos y recodos que tendríamos que pacientemente ir viviendo y padeciendo y que esto implicaba un esperable aumento en el nivel de riesgo y esfuerzo que tendríamos que hacer a medida que íbamos avanzando. Por supuesto, creo que todos en alguna u otra medida tenemos esa comprensión o por lo menos llegamos a acercarnos a intuirla.

Pero oh! Sorpresa inmarcesible, oh! Júbilo inmortal, como era de esperarse, la vida nos lleva la completa delantera y quedamos rezagados y exhaustos en la mitad del camino ante su complejidad, profundidad y, en no pocas ocasiones, crudeza. Ella nos tiene siempre reservadas las mejores y más inesperadas sorpresas y aunque nosotros mismos, de manera unas veces inconsciente y otras más con plena y maquiavélica participación, nos convertimos en los patrocinadores, productores y actores principales de dichas circunstancias, a veces ni nos percatamos de ello.

Y yo, tomada por sorpresa, acercándome a la década de los dichosos cuarentas, ya con el asomo de las primeras arrugas, de los esperables cambios en mi cuerpo y en mi ánimo, para nada preparada y de manera absolutamente incauta, no sabía lo que me esperaba…

La vida me hizo una encerrona y me empujó de manera forzada y casi grosera a departir con el más inesperado de los invitados: mi propia sombra; yo, atrapada y sin salida en un callejón al que mis propias decisiones me llevaron y de ñapa, enfrentada con esa completa desconocida, aunque no hubiera en el mundo nada mas mío que ella[1].

Terrorífico encuentro y desencuentro y, de manera casi cursi, lo primero que acerté a preguntar fue: ¿Por qué a mí? ¿Por qué me está pasando esto? ¿Es más, qué es exactamente lo que está ocurriendo? Ya han transcurrido demasiados años desde la crisis de la temprana juventud, esa que los expertos en el comportamiento humano llaman adolescencia y a pesar de que en el recorrido de estos años no había faltado la sal que da sabor a la vida, representada por mis triunfos y derrotas, no había vuelto a sentir tanto desasosiego como el que nuevamente se estaba apoderando de mí. Lo mejor que puede pasarnos como seres humanos es descubrir nuestra verdad, dolorosa, descarnada y desnuda, simple.

¿Qué resultado puede tener el encuentro entre lo que siempre hemos pensado que somos y lo que somos en verdad?

Es interesante entender que nos comportamos como maestros de la evasión, que no nos gusta aceptar ese cincuenta por ciento muy nuestro que tiende a no cumplir ni con los requerimientos socialmente aceptados y ni con los de nuestra propia conciencia tampoco.

Sumergirnos en nuestra profundidad y abrazar todos y cada uno de nuestros sentimientos, emociones y pensamientos, aunque no siempre nos sintamos orgullos, ni dispuestos a reconocernos en ellos, es la única solución para nuestra infinita soledad, porque mientras no seamos capaces de ser en verdad quienes somos, jamás podremos compartir con nadie más. Se me antoja pensar que es lograr lo que el psiquiatra Carl G. Jung denominaba como Proceso de Individuación, que podría definirse como la tendencia que tiene la psiquis, palabra que vine del griego psyché, “alma”, de encontrar su centro, su sí mismo, un largo y complejo camino de autoconocimiento1.

Como cuando nos encontramos de frente con esos espejos de circo que trasforman las imágenes y como en un juego nos vemos altos, bajos, flaquísimos y luego regordetes; en un primer momento no nos reconocemos, aunque unos segundos nos bastan para digerir esa nueva imagen y vernos plasmados en ella.

Pienso que este descubrir es un poco el proceso que seguimos en la llamada crisis de la media vida: empezar a enamorarnos de nosotros mismos, en un proceso que lejos de ser narcisista o placentero, puede hundirnos en la más grande confusión. Sin embargo, de alguna u otra forma, no podemos escapar a nuestro destino, creamos en él o no, lo llevamos marcado en la sangre y el ADN; oportunidad brillante y maravillosa de regocijarnos, siendo quienes somos.

Tengo que reconocer que a pesar de los años y la experiencia que ya tengo, hasta este momento entendí el significado de la palabra individuo; siempre lo asocié con una unidad separada de todo lo demás y, de hecho, si buscamos en un diccionario encontraremos definiciones relacionadas con ello. En el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española lo encontramos como:individuo, dua. (Del lat. individŭus).1. adj. individual. 2. adj. Que no puede ser dividido [2].

Y así, convencidos, los seres humanos hemos creado todo un sistema de legislación y normas éticas para defender nuestros derechos como individuos y poder convivir con los demás, en un gran juego hipócrita, ya que si miramos a profundidad, si nos pasamos la mitad de la vida sin tener claridad de quiénes somos, mucho menos podemos defendernos o defender a los demás, y basta con dar una mirada a nuestro entorno para ver como tenemos nuestro mundo.

Queda entonces planteada una interesante opción: ¿Qué planeamos hacer con el resto de nuestra vida? Después de atravesar ese crítico despertar, se abre ante nosotros posibilidades nuevas, con renovado concepto de nuestro Yo, con la fuerza de haber pasado por esa experiencia y, seguramente, espero confiada, con metas nuevas y muy diferentes a las quenos venían guiando antes; seguimos andando, ya con toda la fuerza visceral de nuestro poder por fin liberado.


[1] En su obra Wandlungen und Symbole der Libido (literalmente, Transformación y los símbolos de la líbido 1912), Jung propuso que estos cambios tan importantes que se observan en los individuos, y que acontecen hacia el atardecer de la vida , son como una segunda pubertad, junto con su tormenta y estrés , no sin estar acompañada frecuentemente por tempestades de pasión (en Marks, 1966:137).

La analogía entre el transcurso del día y la vida En palabras de Jung (en Ibid, p. 136):

La crisis de la media vida; una contribución conceptual. Jorge G. Hidalgo González

http://reflexiones.fcs.ucr.ac.cr/documentos/51/la_crisis.pdf Recuperado 14 de Noviembre de 2009