martes, 17 de junio de 2008

La silla de piedra y el árbol de la vida


Por Julian Camilo Forero González
I semestre de 2008

Camino a clase, tarde como siempre, detuvo mi marcha y llamó mi atención una pareja en el pasto, junto al camino. Pero no era una pareja de las que expresan libremente su amor y abundan en el campus; no, esta pareja era mucho más peculiar y parecía haber estado sobre el pasto hacía mucho tiempo. Ella, una silla de piedra semicircular y un poco coja; él, un tronco cercenado y seguramente podrido desde sus raíces. Muy próximos el uno del otro, sólo separados por el pasto sin podar, eran un vestigio de la sincronía que en algún momento debió tener el hombre primitivo, por medio de su arquitectura[1], con la naturaleza y las deidades muchas veces representadas en ella.

La sociedad contemporánea produce a grandes velocidades arquitectura mediática, a partir de proyectos urbanos mezquinos o inexistentes. Los edificios comerciales, institucionales o de servicios buscan, a partir de gestos espectaculares o formas intrincadas, vender una imagen sin fondo ni contenido. En muchas ocasiones, esta imagen no corresponde en nada con las actividades que en ellos se desarrollan; por consiguiente, esta arquitectura también suele ser ajena al lugar, a su geografía, a sus materiales, a sus tecnologías, a sus tradiciones y a su gente. Por otro lado, la vivienda, considerada un lugar sagrado desde siempre y que es más del 80% de la totalidad de edificios que conforman la ciudad, también ha entrado a ser parte de procesos mediáticos y especulativos que desarrollan las constructoras, las cuales repiten una y otra vez, como sellos, los mismos conjuntos de vivienda, y reducen cada vez más el área y la calidad de los materiales en el caso de la vivienda social. De igual forma, los lugares ancestrales de retiro y encuentro espiritual están siendo amenazados junto con todo el medio ambiente natural en donde se encuentran; y los espacios sagrados, en medio del caos que cada día aumenta en las ciudades latinoamericanas, hoy están determinados por nuevas religiones oportunistas o credos desgastados. ¿Acaso se perdió la sacralidad en la arquitectura? La silla de piedra convertida en ruina y el tronco desahuciado de un árbol ausente son el testimonio de una sociedad que dejó de lado los valores sagrados de la arquitectura y de la existencia.

Las hierofanías[2] del mundo se han desplazado a objetos efímeros e intrascendentes. Las manifestaciones sagradas en la vida cotidiana empiezan a estar representadas por objetos manufacturados que, para quienes los poseen (o a quienes poseen), representan un estatus y adquieren el valor de un objeto sagrado. La silla de piedra, en su tiempo, no tuvo un valor extraordinario más allá de mitigar el cansancio de quienes en ella se sentaban, sin embargo, en conjunto con el árbol, ahora ausente, brindaban seguridad, resguardo y descanso; cosas que le resultaban suficientemente confortables a un hombre austero, quien encontraba lo necesario para vivir bien y tranquilo, en su comunidad y con lo que ofrecía la naturaleza. Vivía, además, en un tiempo que permitía pausas y espacios de retiro dentro de la vida cotidiana.


Ídolos de plástico y nuevas hierofanías

“[…] para el Centro, señor Algor, el mejor agradecimiento está en la satisfacción de nuestros clientes, si ellos están satisfechos, es decir, si compran y siguen comprando, nosotros también lo estaremos[…]”

José Saramago, La caverna


Las dinámicas de la sociedad contemporánea se rigen por las exigencias del mercado. El mercado, a su vez, crea necesidades (carro, celular, computadores, etc.) y olvida las necesidades reales del ser humano (alimentación, salud física y espiritual, educación, vestido, vivienda de calidad). De esta forma, vemos que las hierofanías en la sociedad de hoy están determinadas por ídolos de plástico creados por el comercio, cada vez más atractivos, gracias a la publicidad, y promovidos constantemente, una y otra vez, por los medios masivos de comunicación. En este sentido, la arquitectura se ha vuelto representante de un concepto comercial y el medio contenedor que utiliza estos falsos ídolos de plástico para desarrollar su culto, al desplazar todas las actividades de la ciudad a un solo lugar, “el único lugar que lo tiene todo”[3], el centro comercial.

En sus inicios, la vida de la ciudad estaba en las actividades que sucedían en sus calles, lugares distintos a las carreteras, porque además de comunicar territorios, generaban en sí mismas la aparición de eventos urbanos, sin un tiempo específico o una programación particular, sino como parte de la vida cotidiana de la ciudad. En la actualidad, las centralidades o nodos culturales y urbanos, están determinadas por la aparición de centros comerciales y tiendas de grandes superficies, que condensan las actividades sociales, culturales y comerciales en un único edificio; es decir, concentran la vida de la ciudad en una sola construcción física e ideológica. Un edificio al que aparentemente cualquiera puede acceder, pero en realidad, sólo entran en él quienes aceptan los parámetros y estándares impuestos por quienes pretenden desarrollar allí su sociedad soñada, y de paso, mediante fachadas ciegas de murallas antipáticas, negar cualquier relación con la ciudad abierta y libre. Ahora, las calles desprovistas de vida son cada vez lugares más inhóspitos, en donde la vida en comunidad desapareció y surgieron guetos, que detrás de sus rejas intentan ofrecer seguridad, logrando únicamente segregar cada vez más a las personas.

Por otro lado, la transformación de los lugares o manifestaciones sagradas obedece a que los misterios de la divinidad que representaban desaparecieron. Cuando la ciencia logra explicar los fenómenos de la naturaleza, en cierto sentido, el ser humano cree haber descifrado el mensaje que todo el cosmos le había enviado y que el “ingenuo” hombre religioso de las sociedades antiguas, a diferencia del astuto hombre moderno, nunca pudo interpretar. Por primera vez, el hombre se pone a la altura de sus dioses, en la medida en que, por medio de la tecnología, siente el poder de controlar la naturaleza; Dios pasa a ser la figura de una tradición respetable pero prescindible, a la cual sólo se apela cuando los ídolos de plástico y toda la parafernalia moderna, que durante el último siglo hemos armado a nuestro alrededor, fallan.


La velocidad de la máquina

“No tardará mucho en que los edificios de la ciudad avancen en línea
de tiradores y vengan a enseñorearse del terreno, dejando entre los más adelantados
y las primeras chabolas apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie, que
permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera fase.”

José Saramago, La caverna


El ser humano ha perdido la noción de su tiempo de vida, frente al tiempo del mundo del cual hace parte; esto lo ha llevado a desarrollar una ambición desmedida en la búsqueda incesante de su bienestar y confort individual, de hecho, consume a diario más recursos de los que necesita para vivir sin importar las consecuencias a largo plazo. Además, nuestra sociedad tiende a crear una falsa certidumbre sobre el futuro, o sea, las personas encaminaron el curso de sus vidas en la búsqueda de garantías, casi siempre financieras, para acuñar un futuro próspero, olvidando que éste es naturalmente incierto. Se trabaja para alcanzar una estabilidad económica que, en la medida que hayan necesidades creadas (no reales), nunca llegará. También, dentro de esa perspectiva del tiempo de vida y de los procesos de consumo, la rapidez impera en nuestras vidas, la velocidad en que se puedan hacer las cosas es lo importante, más allá de cómo se hagan.

La connotación sagrada, que desde su origen tenía la vivienda, y que venía siendo dejada de lado, desapareció definitivamente con la definición de “la vivienda como máquina para habitar”, propuesta dentro del movimiento moderno por el arquitecto suizo Le Corbusier (1887-1965), importante promotor de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM), realizados entre 1928 y 1959. La visión de la vivienda allí expuesta, dio paso a la producción sistemática de lugares para habitar que respondieran a las necesidades de una población urbana en aumento. Los primeros proyectos, enmarcados dentro de esta idea de vivienda, se desarrollaron exitosamente durante el segundo tercio del siglo XX. Edificios como la Unidad Habitacional de Marsella (Francia, 1952), el Conjunto Residencial Prefeito Mendes de Moraes, Pedregulho (Río de Janeiro, Brasil, 1947) o el Centro Urbano Antonio Nariño (Bogotá, Colombia, 1953) son representativos de la idea de vivienda dentro de los cánones promulgados en los CIAM. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo, la idea de la “máquina para habitar”, al no ser renovada o superada, se fue desgastando. De esta manera, hoy la industria inmobiliaria produce viviendas estandarizadas de acuerdo al estrato socioeconómico del comprador, y la economía de muchos países fluctúa de acuerdo a esta industria. La vivienda sacra se transformó en “máquina” y ahora es producto.

A pesar de todo, la casa sigue siendo para muchos la última hierofanía, el último lugar donde se manifiesta lo que consideran sagrado, sobretodo cuando las instituciones que representaron durante siglos las disposiciones divinas se diluyen en tradiciones añejas y monarcas corruptos. Sin embargo, la especulación inmobiliaria, a partir de la cual se construyen y venden las ciudades latinoamericanas, y la rapidez en los procesos constructivos, se imponen a la calidad y el bienestar de las personas. Estas problemáticas constantes en nuestras ciudades pueden ser la última y más clara consecuencia de la forma en que fue concebida la organización de la ciudad moderna durante los once congresos CIAM. La división de la ciudad en zonas para habitar, trabajar, recrearse y circular, a partir de un postulado de los CIAM, generó una ciudad segregada y dispersa, donde los desplazamientos necesarios entre una zona urbana y otra generan desgaste en las personas, consumo excesivo de los recursos y crecimiento desmedido en la extensión geográfica que la ciudad abarca.

La aparición de nuevos medios de transporte, que conectan las distintas zonas de urbanas, y de artefactos publicitarios (carteles, pendones, pasacalles, vallas, etc.) han generado fuertes transformaciones en “la arquitectura de la ciudad”[4]. Grandes amputaciones en las que todavía se intuyen las huellas de una escalera, las baldosas de una cocina o un baño, las cenefas animadas de la habitación de un niño o los nichos de una sala que alguna vez estuvieron llenos de recuerdos familiares; todo lo que fue parte de un universo íntimo e infinito con sus propias galaxias y constelaciones, quedó expuesto. Al cabo de un tiempo (corto), la carroñera publicidad también devora estos despojos, sólo quedan extensas cicatrices y, como ya es costumbre, todo lo que alguna vez sucedió allí pasa al olvido.

Cuando la última hierofanía cae, el hombre moderno vuelve a ser un nómada que va errando en busca de su caverna perdida, arrendando o comprando espacios ajenos que le impusieron los estándares del mercado. El nómada extraviado ya no puede exigir sobre lo que desea o le gustaría recibir a cambio de su dinero, porque después de tanto errar se ha olvidado de lo que buscaba y prefiere acostarse cómodo en una suave poltrona, junto a los artefactos de su programado confort para rendir culto a los ídolos de plástico; antes que sentarse en la dura silla de piedra junto al árbol de la vida, desde donde alguna vez pudo encontrar en sí mismo la verdadera paz.
Trabajos citados
Eliade, M. (1957). Lo sagrado y lo profano. Barcelona: Paidos.
Rossi, A. (1971). La arquitectura de la ciudad. Barcelona: G. Gili.
Saramago, J. (2000). La caverna. Lisboa: Caminho.
[1] Arquitectura entendida como todo hecho real construido.
[2] Manifestación de lo sagrado en algún objeto mundano (Eliade, 1957)
[3] Eslogan centro comercial Unicentro.
[4] El estudio de la ciudad como arquitectura es lo que Aldo Rossi denomina la “ciencia urbana” (Rossi, 1971).

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